jueves, 27 de febrero de 2014

El tiempo pasa, nos vamos poniendo...

Ya hace un buen rato que no escribía nada para este blog. Es decir, seguí escribiendo, pero por fuera del blog que fomentó mi pasión por la escritura; por esa relación que intenta comprender la realidad no desde fuera, no desde lo exterior, sino desde dentro del prisma que la atraviesa. Ese prisma somos nosotros. Yo inicié el camino de la escritura para eso, para aprehender la realidad que me atravesaba todos los días, transversalmente, desde que tomaba un té antes de ir al colegio, hasta que me acostaba leyendo algún libro. Intentar saber de qué se trataba, intentar poner en palabras. "Poner en palabras", eso es literatura. Y a algunos -tengo el orgullo de poder decir- les gustó. Varios comentarios que pasaron por acá -aunque hayan sido pocos en comparación con las visitas- me lograron sacar una sonrisa, en una época en que sacarme una sonrisa era bastante difícil. 
Por eso les quiero agradecer en este post. No creo que ya nadie lo vea; más de dos años pasaron y, lamentablemente, los pocos lectores que tenía los perdí por no poder cumplir con la regla básica de los blogs: nunca dejar de publicar. 
Claro que seguí publicando, pero más que nada prácticas literarias que empecé a ejercer con, cada vez, más asiduidad y con,espero, más astucia. Aunque puse más trabajo en esos escritos, no tienen la misma intimidad, el mismo servicio de comunicar, de establecer vínculos, que tienen los post que narran las cotidianidades, que pueden ser, seguramente, literatura.
Ahora es menos interesante. Quizás porque crecí. Trabajo, estoy por comenzar a estudiar, tengo novia, mi familia está mejor que nunca. Algunos días la paso bien en mi trabajo, algunos otros no. Con Maga está todo más que perfecto: es mi compañera, y lo será, si me lo permite, toda la vida. Estoy un poco más gordo, también, por la buena vida, vieron. 
Bueno, muchas gracias por todo. Espero que sigamos en contacto. Con todos. 
No importa que nadie vea esto, si algo me ha enseñado todo este asunto del blog es que, al apretar el botón de "publicar", puede no pasar nada. Pueden pasar días, meses, años sin que pase nada, pero, en algún momento, alguien comenta, alguien lo ve, a alguien le gusta. Eso basta, eso sí basta. 

domingo, 4 de agosto de 2013

Un amante

   La noche en el olvido del pueblo despliega un color de romanticismo que tiñe las abandonadas callecitas de tierra, la vieja pintura de casas pobres y los amplios baldíos de verdoso azul, en los que delgados caballos amarronados pasean su hambre al trote de un ritmo que amenaza con romper la inmovilidad del tiempo nocturno. Relinchando su queja parecen pedirnos a nosotros, perdidos transeúntes, el gesto cómplice de liberarlos, desalambrar su prisión y estaquearnos en el campo, contemplando con ávido orgullo su huída, su invasión a los caminos que creímos nuestros. Desalambrar así, quizás, nuestra propia prisión, que en noches de invierno como éstas nos parece no tan diferente a la de ellos, pobres cuadrúpedos explotados por el hombre.      Caminó hasta llegar a la plaza principal. El leve parpadeo de la tenue luz iluminaba las facciones de su avejentado rostro. Mariano esperó. De pronto, en un instante que asumió la responsabilidad de lo eterno, ella apareció. Cerró los ojos, y al momento de abrirlos Julia exhalaba su cálido aliento de despedida en la cercanidad de su rostro, de su cuello. Su alma deseaba irse en ese aliento con aroma a vejez, a tiempo perdido. Unirse a él y convertirse en humo de chimenea de barrio pobre en clima invernal. Irse para siempre, simplemente desaparecer.
La había conocido apenas un tiempo atrás, pero él sabía que, en las raíces más profundas de nuestro ser, el tiempo no lee calendarios. El mapa de la piel color café, con sus imperfecciones y bellezas, ya estaba dibujado en la memoria de Mariano. Él lo sabía, y la quería por eso. Porque no la podía no querer. Le hablaba, mientras la sostenía. Ella, que no alcanzó a decir nada, paso su mano de dedos largos por los labios de ambos. Cuando Mariano volvió a cerrar los ojos, ya no estaba. Su perfume, sin embargo, podía aún sentirse, y el cálido aliento aún continuaba soplando un cuello, que ya no pertenecía a  nadie.
Esa ausencia repentina, ese descubrirse abruptamente solo, en la humillación de la noche artificialmente iluminada, le recordó a otra noche, a esa en la que Julia comenzaba a asomar, de a poco pero fatalmente, sus ojos. Las imágenes parecían borrarse con cada encuentro, tanto que ya ni siquiera podía precisar el escenario en el que ocurrió el primero. De todas maneras, no olvidaría jamás el nerviosismo de una mirada, el calor de la primera caricia, la música de las primeras palabras. O bien, la música de cada sílaba de su nombre. Algo así como: Ju-lia. Ju-li-a. Jul-ia. Esa misma noche ese nombre encarnó, junto la esperanza, una desilusión. Un novio, por supuesto. Imperceptible la primera noche, tanto como inimaginable e irremediable, totalmente irremediable. Ella, dispuesta de todas maneras, con clara seguridad, esa que nace cuando creemos comprender nuestro destino, ofreció ir a su casa. Luego todo fue saliva con sabor a distintos alcoholes, sudor refrescando la espalda y los pechos calientes, cansados. Húmedos, hasta el final de la noche, hasta el final del placer. ¿Quién puede negarse al amor? En eso recuerda a la muerte. Por eso parece acercarla. Porque no se elige y nace, y crece desde adentro, infesta la sangre, la piel, las uñas. Los días y su cotidianeidad. Lo destruye, todo parece desvanecerse. Los objetos se alejan, la habitación se achica, nos encierra, hasta el último suspiro. Suspiro que contiene un grito de dolor, o de goce. El grito final. Y después, lo real, lo humano. La vida que cae y enfría los cuerpos, las camas. Quizá esté bien, así.
Julia era reclamada. Su novio, decidía los días en que se fluctuarían sus encuentros. Mariano, agonizaba berreantemente durante esos días. Se preguntaba, incesantemente, si aquel hombre incógnito besaría su risa, su ropa, su existencia tanto como él.  La extrañaba, su ausencia encontraba lugar en todas las cosas: Julia-no-en-la-comida, Julia-no-en-la-calle, Julia-no-en-la-cama. Julia-no. El lado b del ser de Julia, con toda la positividad de su ausencia. Presencia de su ausencia. Un completo no estar allí. Sí, seguramente eso era extrañar. Y la extrañaba tanto que decidía ritualizar esos días. Descomprimía el tiempo de esa manera, con pequeños hábitos que conformaban un ritual: cortar papeles de un cuaderno tapa verde y dura y encontrarles una forma, una figura; desarmar elementos electrónicos e intercambiar sus partes; aplastar brutal e insensiblemente hormigas. Rojas o negras, grandes o chicas. Apastar brutal, insensible e indiscriminadamente hormigas. Luego, ocurrí la llegada. Julia regresaba. Casi siempre se encontraban en la calle, sin citarse. Algo en la humedad del aire, en su espesor, parecía advertir sus encuentros. Julia, inconfundible figura acercándose  de lejos, volvía siempre un poco más triste. Cada vez un poco más insoportablemente triste. Mariano, que no sabía quién era su novio, comenzaba a sentir odio por él, y lástima por ella. Seguramente la sometía a las más humillantes actividades. Seguramente, casi seguramente, la trataba con violencia. “Liberarla”, surgió en su pecho. Esa palabra que sentía al ver los caballos apresados comenzó a nacerle nuevamente. Comenzó a gestarse, a murmurase a sí misma. “Liberarla”, y así liberarse. Convertirse en la llave de su libre existencia.
Cuando le comentó la idea a Julia, ella reaccionó con imprevista locura. Comenzó a gritar, a insultarlo, a decirle que no se metiera. Que nunca se metiera en su vida, en SU relación. “La violencia imaginaría que crees que me acecha es hija de tus ansias de que yo sea tuya. Pero no lo voy a ser nunca, yo sólo me pertenezco a él”. Esa frase, en lugar de inmovilizar a Mariano, no hizo más que aumentar su enfurecimiento. Decidió ir buscarlo. Decidió ir a encontrarlo.
Una noche, al comprobar que Julia dormía, comenzó a investigar. No tardó mucho hasta dar con el nombre de su reciente enemigo: Manuel Hagrelón. Algo en ese nombre le pareció familiar. El sonido que producía ese nombre en su cabeza era un sonido antes escuchado, un sonido que su mente ya conocía. Quizá lo había escuchado de la boca de Julia, o quizá ese nombre pertenecía a las jurisdicciones de algún sueño, o de alguna pesadilla. Lo cierto es que al leer ese nombre sintió, por al menos un instante, al puño de la muerte apretando su corazón. Al frío del misterio y de lo desconocido helar su sangre, hasta convertirla en una espesa nieve. Pero era, simplemente, un nombre ya conocido.
Mariano se encontraba solo cuando lo encontró. Julia estaba extraviada, incomunicada desde hacía varios días. Lo encontró mientras visitaba a su padre. El cementerio brillaba de incandescencia en la noche lunar. Dejó algún rezo en la tumba de su padre y caminó hacia la salida. Allí estaba: una tumba fría contagio a su cuerpo una temperatura glacial, y un blanco mármol hizo brillar sus ojos. Una tumba con una inscripción: Manuel Hagrelón. Un nombre tallado en mármol, sólo eso. Sólo un nombre y una tumba. Y un dolor.

Manuel Halegrón había muerto dos décadas atrás, durante un tiroteo. Su novia, Julia, murió junto a él. Y ahora sólo quedaba de ella su perfume, y un cálido aliento en el cuello de alguien.

sábado, 6 de julio de 2013

Minoú

1

Primero busca saltar los charquitos que se forman dentro de los huecos de las veredas, luego de los tristísimos días de lluvia en los que no se puede jugar. Pero cuando deja de llover y sale el sol con todo su esplendor de bizcocho amarillo, y mamá la deja salir a jugar, Minoú sale a afuera y busca los charquitos más anchos, esos en los que se necesita mucho esfuerzo para no fallar y mojarse las medias. Aunque ella no lo diga, ni lo piense, está muy cansada ya de que papá regrese de trabajar, con su bicicleta verde, y la rete por mojar las medias, único par que posee, que luego de ser mojadas deben plancharse y tenderse para secarse, provocando la terrible e imperdonable inasistencia de Minoú a la escuela. Imperdonable ya que su papá siempre repite -aunque ella no entienda, pobre Minoú- "es lo que te sacará de aquí". ¿Sacar de donde? Si a nuestra pequeña le encanta ese lugar en los que, luego de los tristísimos días de lluvia, puede salir a jugar saltando charquitos.
Luego sigue por contar las ranas, que son bichos verdes de ojos saltones que salen luego de la lluvia, pegando grandes saltos y asustando a las niñas más pequeñas.Claro que para una niña de nueve años no es suficiente esa verdosidad y esos grandes saltos para pegarse un buen susto. Es más, toda la pandilla del barrio -Minoú incluida- suelen tomar ramitas, no muy grandes, para picar a dichos monstruos, que no reaccionen de manera divertida: saltos, una barriga que se hincha, tal vez uno que escapa para terminar siendo fulminado por un camión, de los pocos que pasan.
Cierto día, cuando Minoú era más pequeña -cinco años quizá tendría- Mateo, que vivía en la misma cuadra, la corrió con una rana grande un día de lluvia, hasta que en las mejillas de la pequeña llegaron a confundirse sus lágrimas con las gotas de lluvia y Alberto, padre de Minoú y ex boxeador con enorme parecido a un oso, asustó al travieso chiquillo con un martillo, única herencia de su padre Jorge.
Minoú quería muchísimo a su padre. A su madre, sin embargo, la quería un poco menos. Casi nunca estaba en casa, pero cuando llegaba hacía llorar a papá. Eso enojaba a Minoú, que desde su temprana niñez supo ubicarse del lado de quién desparrama más lágrimas. El motivo de tantas peleas fue, hasta los últimos años de su vida, un misterio para nuestra adorada niña. Nuestra heroína deseaba, todas las noches entre rezos y santos de estampa, que los gritos cesaran, que su mamá quisiera a su papá tanto como ella lo quería. ¿Por qué no podía verlo como su protector, como su guardián, tal como Minoú lo hacía? Misterio de la vida infante, en el que el mundo es demasiado grande y está demasiado lleno de charcos y ranas como para que la violencia doméstica se convierta en concepto.
Los gritos y ruidos, las lágrimas mojando el piso y las botellas de cerveza no son un obstáculo para Minoú, que luego de esas noches tortuosas se levanta de su cama, prepara su desayuno y realiza su tarea. Su materia favorita era biología, dictada por la profesora Murkhell, una alemana auto exiliada tras haber formado parte del nazismo. Incluso se decía, y esto nos enteramos luego, que había participado en los experimentos de Josef Mengele. No significa nada esto para su alumnos, vestidos de guardapolvo blanco nube, blanco bandera, ávidos de saber lo que vive dentro de un mamífero, dentro de un reptil o un rinoceronte. En la escuela se podía respirar un aroma de inocencia y el jabón con el que lavaban los guardapolvos. En invierno las paredes lucían tristes y grises, mientras los árboles del patio sufrían heladas con sus ojos yaciendo en el suelo. En cambio en el verano todo parecía maravilloso, como sucede en todos los pequeños pueblos. El sol calentaba las baldosas de cemento sobre las que los niños dibujaban rayuelas o en las que se sentaban para jugar al juego de la oca; el cálido viento peinaba los olores del café de las maestras que se reunían para saber quién se había casado con quién el fin de semana y las clases se podían tomar afuera, al aire libre.
A todos los chicos les encantaba el verano. A todos menos a la pequeña Minoú, que prefería el invierno. Una vez, en un trabajo para la escuela, una maestra les preguntó a ellas y a sus compañeros que estación les gustaba más, a lo que todos respondieron, obviamente, la primavera y el verano. Minoú, en cambio,  respondió el invierno, y ese fue el momento, seguramente el primer momento, en el que se sintió diferente. Cuando la maestra le preguntó sobre tal disidencia, Minoú solo atinó a decir “porque sí”. “Porque sí, porque sí” en el mundo racionalizado de los adultos parece una respuesta absurda, pero en el universo de los niños donde los sentimientos profundos no están separados de la conciencia superficial por esa amiga de los adultos llamada “palabra” la respuesta “porque sí” es totalmente válida. Minoú, luego de unos años, ya habiendo separado su corazoncito por la palabra, sintió que tendría que haber respondido ciertas cosas que ella sentía que brindaba el invierno: la calidez de los abrigos, elegir una bufanda, juntar leña con papá, el humo que sale de las casas, el pasto brillando a la mañana, el vapor que sale de la boca al ir a la escuela. Cosas totalmente meritorias que nadie reconoce del invierno, estación maldita en los pueblos donde no nieva.                       
Todos sabían que Minoú era diferente. Sus blancas mejillas, su negro y abundante pelo, su ropa vieja y gastada, y algunas cosas más eran motivo de burla para sus compañeros. Ella había aprendido a no llorar, su papá le había enseñado que no se debía llorar, que nadie era capaz de ser enteramente fuerte pero que al menos se debía parecerlo. Minoú creyó esto hasta un 23 de julio –como olvidará la fecha- cuando llegó a su casa. Sus compañeros se habían burlado de uno de sus dibujos, un pequeño fantasma con una espada y una capa, entonces ella se escapó de la escuela. No lloró, ni gritó, ni se enojó. Guardo su dolor junto con sus cuadernos y lápices en su mochila y decidió irse. Cuando caminó las seis cuadras que separaban la escuela de su casa y llegó a esta, cuando abrió la puerta con una sensación de tensión –ah, la sensibilidad premonitoria de los niños- comprendió que su padre mentía. Lo encontró llorando. Su mujer se había ido, con otro hombre, se había ido. Minoú se había quedado, mágicamente, sin madre. Ese día, encerrada en su cuarto, ya sin que su padre la viera, volvió a ll        orar.


2

Antonio disfrutaba de la mirada de los demás. Con su único traje, sucio y gastado, se regodeaba recorriendo las avenidas principales del pueblo. Era alto, esbelto, de cuerpo inglés. Para un pueblito de provincia esas características eran lo suficientemente extrañas. Tanto que hasta resultaban atractivas. Además era un hombre leído, que mantenía siempre en el bolsillo del saco un libro. Paul Valéry, Faulkner, Dickens, Dostoievski. Le encantaba mostrárselos a los niños cuando los sacaba del bolsillo y hacerlos maravillar con el hecho de que las letras del libro no se hubieran mezclado. Los niños se reían. Lo amaban. Para él solo eran un pasatiempo. Su único amor pertenecía a su taller, en el que reparaba rejas, herramientas, alambrados.
En la mañana Antonio se despertaba siempre mirando la pared. Eso le significaba el comienzo de un buen día. Se calzaba el traje, tomaba dos o tres mates mientras escuchaban la radio, y salía a barrer el piso de tierra de su taller. Todos se reían de que barriera un piso de tierra, o de que, cuando los niños saltaban al taller en la búsqueda de una pelota perdida, el gritara “¡no me pisen la fábrica!”. Lo curioso es que Antonio solo contaba con veintisiete años, edad que no podría ser terreno fértil para el crecimiento de una locura. Pero bastaba verlo allí, sentado hasta el anochecer, manchado su traje con grasa mientras arregla un torno y luego releer a Lovecraft, para darse cuenta de que el tipo no contaba con todos sus jugadores.
En un pueblo donde todos conocían los árboles genealógicos de los demás, Antonio parecía ser un fruto solitario, como esos yuyos que crecen espontáneamente de la nada. Sólo se sabía que, de un día para el otro, comenzó a caminar las calles del pueblo, puso un taller, y se instaló. Cuando se le preguntaba por sus orígenes solía responder cosas absurdas. “Soy el hijo del cielo”, “siempre estuve aquí y siempre estaré”, “quién sepa mi origen morirá de las maneras más terribles”.
Minoú, ya esbelta, bien formada, toda una mujer de veinticinco años, lo conoció el día del funeral de su padre, a la que ella sola había asistido. El ataúd se rompió mientras desaparecía bajo tierra y hubo que llevarlo al taller de Antonio. Él, con su típico traje, salió a recibirla. Al principió no fue amor, casi nunca sucede así. Primero fue incomodidad, después aburrimiento, después atrevimiento, hasta que, ella enajenada por la tristeza de la pérdida de la única persona a la que quiso, y él por puro aprovechamiento y quizá hasta lástima, se entreveraron en una sórdido juego de saliva, dientes, uñas, sexos húmedos y narices y pies fríos. Cuando terminaron, Antonio ofreció cerveza, pero ella recordó a su padre y corrió hasta el cementerio a llorar.
Al día siguiente regresó, con la excusa de haberse olvidado unas medias y al día siguiente, y al siguiente. Minoú no había amado jamás a ningún nombre, aunque sí conocía de memoria las previsibles monotonías de una pareja, las perversas técnicas del sexo, y el insatisfecho anhelo de la compañía, nunca suficiente para calmar un dolor, un hueco. Con Antonio era diferente. Desde el primer momento en que lo vio lo despreciaba, pero ese desprecio lo hacía atractivo. Como si su juicio estuviera invertido, y su corazón le pidiera el calor que sólo podía brindar una persona a la que ella considerara un asco. Él, por otra parte, no había conocido el amor más que en unos versos derrotados de Almafuerte. Le gustaba esa nueva manera de sentir, de buscarse y de encontrarse sin la necesidad de las letras, o de la grasa, o de los trajes. Se amaron así por dos meses.
Minoú, que había sabido ser una mujer dulce en su niñez, luego de la partida de su madre había comenzado a detestarlo todo. Desde los sucios charcos de las rotas veredas hasta los malditos sapos, que no dudaba en aplastar ni bien tenía oportunidad. Detestaba sobre todo su trabajo. Detestaba también, sobre todo, a Antonio. Su risa, los poemas que le regalaba, su manera de mover las manos al hablar, su falsa investidura poética hacía que ella lo viera como una caricatura. Había algo de misterioso, algo de hueco, de inexplicable, que incitaba a no dejarlo nunca. A develar su misterio. Había escuchado que Antonio era el diablo, que se paseaba de traje buscando almas perdidas en el pecado, pero esos rumores solo la hacían reír. No dudaba en que esos rumores hubieran sido desparramados por el pueblo por el mismo Antonio, que pese a su alto nivel de locura, podría haberse creído el diablo, o Napoleón, o San Martín.
Semanas después de haberlo dejado supo que estaba embarazada. Fue a buscarlo pero ya era tarde. Se había ido. Sus vecinos dijeron que nunca habían escuchado nombrar a tal Antonio, y que nunca había existido un taller que no fuera el de don Hernández. Minoú abrió desesperadamente el cajón donde guardaba los poemas que le había escrito Antonio. Sólo había listas de compras, recetas médicas, y recortes de diarios. Sólo eso y su embarazo.



3

Cuando nació Leopoldo, Minoú se encontraba sola en la sala de parto. Casi desmayada del dolor, vio salir desde entre sus piernas una criatura llorona y ensangrentada. Le molestó que una enfermera lo hubiera tenido en sus brazos antes que ella. Lo llamó Leopoldo, el nombre del hombre con quién se fugó su mamá.
Leopoldo juega. Ríe y juega, como ella alguna vez lo supo hacer, con ranas y charcos. Sube a los árboles, corre a las aves en el puerto. Junta piedritas en la calle de tierra que luego guardan en un frasquito que dice “para mamá”. Minoú es una empleada contenta. La alegría traída por su hijo remplazo al dolor por el abandono de su madre, y al dolor por la pérdida de su padre. Quizás, hasta también, la incomodidad de la fuga y del olvido de Antonio. Leopoldo jamás preguntó por él, pero lo hará. Detesta pensar en que su hijo sufra el mismo dolor que ella sufrió al tener sólo un padre. Pero no importa. Minoú estaría dispuesta a ahorcar a cualquier compañerito de colegio que se burlara de él, como se burlaron de ella. “Las penas no deben ser hereditarias” recitaba siempre antes de dormirse. En una mujer cuyo corazón estaba estrujado por pérdidas la llegada de un hijo puede ser una salvación. Le gustaba verlo reconocerse en el agua del río, o verlo desfilar en la época del jardín. Le enseñó a tomar mate, a montar barriletes que llegaran alto, a ser feliz, a no llorar. Temía que volviera a aprender a llorar, como ella lo hizo con la partida de su madre. Vivía con miedo, no lo podía evitar. No quería perder también a Leopoldo.
En julio, en invierno, en la helada, Leopldo comenzó a traer papeles en los bolsillos. Eran poemas, amarillentos de viejos, y creía reconocerlos. La letra era de Antonio. Minoú preguntaba y preguntaba, y se cansaba de preguntar, al pequeño si había encontrado a alguien, si había hablado con alguien, si alguien le había dado esos papeles. El respondía fríamente que no, desconcertado ante el indisimulable nerviosismo de la madre. Cada día los papeles eran más, parecían multiplicarse junto con las preocupaciones de Minoú. Llegó hasta ir al colegio, pidiendo y rogando entre lágrimas que vigilaran a su hijo, que alguien lo estaba siguiendo, que le ponía poemas y libros en los bolsillos. Por supuesto nadie cedió ante tan ridícula petición.
Cada día los poemas se multiplicaban, con la letra de Antonio. Y sus libros, esos malditos libros, aparecían en los bolsillos y en la mochila del pequeño. Paul Valéry, Faulkner, Dickens, Dostoievsky. Los mismos malditos libros. Minoú se sentía sola, y cansada. También sentía una culpa corrosiva por haber dejado a Antonio, que se expandía por sus venas y sus dedos, que manchaba todo lo que tocaba, los picaportes que giraba, los sillones donde se sentaba.
El primer día de primavera. Minoú se sentó en la vereda a esperar a su hijo, como lo hacía siempre. Jamás volvió. Desesperada corrió a la escuela, pero las maestras simulaban no haberla visto nunca. Ella sabía que simulaban. La habían visto, la habían visto siempre. Ellas decían no tener registro de ningún Leopoldo. Otra vez la habían abandonado.


Minoú Regantée se suicidó una tarde lluviosa de primavera. Sus vecinos la recuerdan como una mujer sola, abandonada por­­­­ todos, hasta por su propia cordura.

martes, 15 de enero de 2013

Nadie querrá publicar mi poesía


Nadie querrá publicar mi poesía.
Siempre me señalan que a nadie le inspira
Los versos del triste y las letras del débil,
Que confía y se alegra de llegar a la gente
Y que con su rima sueña  visiones de mar.

Nadie querrá publicar mi poesía.
Siempre vociferan que ya no a las niñas
Les gusta la canción profana y alegre
El sueño joven de luciérnagas verdes
Que brillan y esperan en la mente volar.

Nadie querrá publicar mi poesía.
Ya nunca jamás flotaran en las sienes
De una novia-mujer que con ellas impere
Las vagas ideas de su novio mortal.

Nadie querrá publicar mi poesía.
Siempre se encargan de que mi entera familia
(De duendes-gorriones y bellezas-ninfas)
Perezcan yacidos en los mundos de la antología
Del olvido, el jamás y del nunca en tu vida.

Ya nadie querrá publicar mi poesía.
No se verán en las tiendas de las esquinas.
Ni quemará con ellas sus ojos vencida
Una mujer que ansíe con ansias muy fuertes
Un rastro de migas de pan o de leche
Para así al cielo poder regresar. 

sábado, 6 de octubre de 2012

Sobre algas y demás amores.

Tu boca deshiela los ríos de mis manos
Mientras la ciruelas y la cerezas maduran 
En mi lengua de verano.
Y se agita la curva de tu vientre pálido.
Y lo blanco de la nieve ya no parece 
Solo blanco.
Y los soles de tus sienes enrojecen 
Y simulan ser las frutas de un manzano.
(En el bosque que abarca tu frente sobre
Mis labios).
Y los mundos de tus ojos que son cubiertos
Por las órbitas semicirculares de tus
Parpados
Aproximan a mi lado las cortezas,
Las algas de tus brazos.
(Que se pegan y despegan
Sobre mi piel de arena).
Mientras lo oscuro de tu pelo
Enreda mis pensamientos y mis miedos
Y los transforma en este canto.

viernes, 21 de septiembre de 2012

Escribir como se escribe.

Escribir como se escribe.
Escribir como se piensa, como se llora
como se reza.
Escribir como un niño que juega,
que imagina el castillo y las fieras,
que rescata a la pequeña princesa.
Escribir como el artista que pinta
su cuadro de negro, de azul
y de lila.
Escribir como el río que fluye,
hecho de agua o de tiempo.
Hecho de vida, de muerte,
de cielos e infiernos.
Escribir como la madre primeriza
que amamanta con seno y sonrisa.
Escribir como se desnuda a una mujer,
mientras se besa su cuerpo de miel.
Escribir como se lee a quien escribe mejor
quien comparte conmigo su mejor don.
Escribir como el padre que piensa
que el sudor de su frente pagará su simpleza.
Escribir como las montañas divinas
que visitan los días de nuestra agonía.
Escribir como la fresa, como la boca
como la lengua.
Escribir como el viento cuando peina
el cabello de las mujeres mas bellas.
Escribir como vivo, como amo, como pienso
como existo.






miércoles, 5 de septiembre de 2012

Poema II


Finalmente sucedió.
El tiempo luego de la espera
Trajo consigo la dorada flecha
Que borra heridas y tristezas.

Ni el rayo de azul eléctrico
Hubiera podido dar tanto brillo
Como dio la de tu tibia imagen
Que pinta ahora mí destino.

El gris de los asfaltos alienantes
Fue cambiado por la rosa bella
Que perfuma ahora las cabezas
De aquellos poetas y amantes.

Puedo escribir el libro violeta
Que soñé escribir con la certeza
De que un amor sería la llave
Para lograr una literatura inefable.

¿Y cuántos mundos puede encerrar
Tu mirada que no se cansa de buscarme?
¿Cuánto cielo puede caber
Sobre la superficie de tu labio al besarme?

Yo no tengo respuestas de esta tierra,
Ni creo en el paraíso de la Eva.
Pero creo en la mujer como meta,
Como fin, como logro, como empresa

Ni la filosofía ni la lógica
Logra darme las armas,
Para entender este desierto
Donde ahora sos mi agua
Mi Beatriz, mi Helena, mi Julieta.
Mi Maga.