1
Primero busca saltar los charquitos que se forman dentro de los
huecos de las veredas, luego de los tristísimos días de lluvia en los que no se
puede jugar. Pero cuando deja de llover y sale el sol con todo su esplendor de
bizcocho amarillo, y mamá la deja salir a jugar, Minoú sale a afuera y busca
los charquitos más anchos, esos en los que se necesita mucho esfuerzo para no
fallar y mojarse las medias. Aunque ella no lo diga, ni lo piense, está muy
cansada ya de que papá regrese de trabajar, con su bicicleta verde, y la rete
por mojar las medias, único par que posee, que luego de ser mojadas deben
plancharse y tenderse para secarse, provocando la terrible e imperdonable inasistencia
de Minoú a la escuela. Imperdonable ya que su papá siempre repite -aunque ella
no entienda, pobre Minoú- "es lo que te sacará de aquí". ¿Sacar de
donde? Si a nuestra pequeña le encanta ese lugar en los que, luego de los
tristísimos días de lluvia, puede salir a jugar saltando charquitos.
Luego
sigue por contar las ranas, que son bichos verdes de ojos saltones que salen
luego de la lluvia, pegando grandes saltos y asustando a las niñas más
pequeñas.Claro que para una niña de nueve años no es suficiente esa verdosidad
y esos grandes saltos para pegarse un buen susto. Es más, toda la pandilla del
barrio -Minoú incluida- suelen tomar ramitas, no muy grandes, para picar a
dichos monstruos, que no reaccionen de manera divertida: saltos, una barriga
que se hincha, tal vez uno que escapa para terminar siendo fulminado por un
camión, de los pocos que pasan.
Cierto
día, cuando Minoú era más pequeña -cinco años quizá tendría- Mateo, que vivía
en la misma cuadra, la corrió con una rana grande un día de lluvia, hasta que
en las mejillas de la pequeña llegaron a confundirse sus lágrimas con las gotas
de lluvia y Alberto, padre de Minoú y ex boxeador con enorme parecido a un oso,
asustó al travieso chiquillo con un martillo, única herencia de su padre Jorge.
Minoú
quería muchísimo a su padre. A su madre, sin embargo, la quería un poco menos.
Casi nunca estaba en casa, pero cuando llegaba hacía llorar a papá. Eso enojaba
a Minoú, que desde su temprana niñez supo ubicarse del lado de quién desparrama
más lágrimas. El motivo de tantas peleas fue, hasta los últimos años de su
vida, un misterio para nuestra adorada niña. Nuestra heroína deseaba, todas las
noches entre rezos y santos de estampa, que los gritos cesaran, que su mamá
quisiera a su papá tanto como ella lo quería. ¿Por qué no podía verlo como su
protector, como su guardián, tal como Minoú lo hacía? Misterio de la vida
infante, en el que el mundo es demasiado grande y está demasiado lleno de
charcos y ranas como para que la violencia doméstica se convierta en concepto.
Los
gritos y ruidos, las lágrimas mojando el piso y las botellas de cerveza no son
un obstáculo para Minoú, que luego de esas noches tortuosas se levanta de su
cama, prepara su desayuno y realiza su tarea. Su materia favorita era biología,
dictada por la profesora Murkhell, una alemana auto exiliada tras haber formado
parte del nazismo. Incluso se decía, y esto nos enteramos luego, que había
participado en los experimentos de Josef Mengele. No significa nada esto para
su alumnos, vestidos de guardapolvo blanco nube, blanco bandera, ávidos de
saber lo que vive dentro de un mamífero, dentro de un reptil o un rinoceronte. En
la escuela se podía respirar un aroma de inocencia y el jabón con el que
lavaban los guardapolvos. En invierno las paredes lucían tristes y grises,
mientras los árboles del patio sufrían heladas con sus ojos yaciendo en el
suelo. En cambio en el verano todo parecía maravilloso, como sucede en todos
los pequeños pueblos. El sol calentaba las baldosas de cemento sobre las que
los niños dibujaban rayuelas o en las que se sentaban para jugar al juego de la
oca; el cálido viento peinaba los olores del café de las maestras que se
reunían para saber quién se había casado con quién el fin de semana y las
clases se podían tomar afuera, al aire libre.
A
todos los chicos les encantaba el verano. A todos menos a la pequeña Minoú, que
prefería el invierno. Una vez, en un trabajo para la escuela, una maestra les
preguntó a ellas y a sus compañeros que estación les gustaba más, a lo que
todos respondieron, obviamente, la primavera y el verano. Minoú, en cambio, respondió el invierno, y ese fue el momento,
seguramente el primer momento, en el que se sintió diferente. Cuando la maestra
le preguntó sobre tal disidencia, Minoú solo atinó a decir “porque sí”. “Porque
sí, porque sí” en el mundo racionalizado de los adultos parece una respuesta
absurda, pero en el universo de los niños donde los sentimientos profundos no
están separados de la conciencia superficial por esa amiga de los adultos
llamada “palabra” la respuesta “porque sí” es totalmente válida. Minoú, luego
de unos años, ya habiendo separado su corazoncito por la palabra, sintió que
tendría que haber respondido ciertas cosas que ella sentía que brindaba el
invierno: la calidez de los abrigos, elegir una bufanda, juntar leña con papá,
el humo que sale de las casas, el pasto brillando a la mañana, el vapor que
sale de la boca al ir a la escuela. Cosas totalmente meritorias que nadie
reconoce del invierno, estación maldita en los pueblos donde no nieva.
Todos
sabían que Minoú era diferente. Sus blancas mejillas, su negro y abundante
pelo, su ropa vieja y gastada, y algunas cosas más eran motivo de burla para
sus compañeros. Ella había aprendido a no llorar, su papá le había enseñado que
no se debía llorar, que nadie era capaz de ser enteramente fuerte pero que al
menos se debía parecerlo. Minoú creyó esto hasta un 23 de julio –como olvidará
la fecha- cuando llegó a su casa. Sus compañeros se habían burlado de uno de
sus dibujos, un pequeño fantasma con una espada y una capa, entonces ella se
escapó de la escuela. No lloró, ni gritó, ni se enojó. Guardo su dolor junto
con sus cuadernos y lápices en su mochila y decidió irse. Cuando caminó las
seis cuadras que separaban la escuela de su casa y llegó a esta, cuando abrió
la puerta con una sensación de tensión –ah, la sensibilidad premonitoria de los
niños- comprendió que su padre mentía. Lo encontró llorando. Su mujer se había
ido, con otro hombre, se había ido. Minoú se había quedado, mágicamente, sin
madre. Ese día, encerrada en su cuarto, ya sin que su padre la viera, volvió a
ll orar.
2
Antonio disfrutaba de la
mirada de los demás. Con su único traje, sucio y gastado, se regodeaba
recorriendo las avenidas principales del pueblo. Era alto, esbelto, de cuerpo
inglés. Para un pueblito de provincia esas características eran lo
suficientemente extrañas. Tanto que hasta resultaban atractivas. Además era un
hombre leído, que mantenía siempre en el bolsillo del saco un libro. Paul
Valéry, Faulkner, Dickens, Dostoievski. Le encantaba mostrárselos a los niños
cuando los sacaba del bolsillo y hacerlos maravillar con el hecho de que las
letras del libro no se hubieran mezclado. Los niños se reían. Lo amaban. Para
él solo eran un pasatiempo. Su único amor pertenecía a su taller, en el que
reparaba rejas, herramientas, alambrados.
En la mañana Antonio se
despertaba siempre mirando la pared. Eso le significaba el comienzo de un buen
día. Se calzaba el traje, tomaba dos o tres mates mientras escuchaban la radio,
y salía a barrer el piso de tierra de su taller. Todos se reían de que barriera
un piso de tierra, o de que, cuando los niños saltaban al taller en la búsqueda
de una pelota perdida, el gritara “¡no me pisen la fábrica!”. Lo curioso es que
Antonio solo contaba con veintisiete años, edad que no podría ser terreno
fértil para el crecimiento de una locura. Pero bastaba verlo allí, sentado
hasta el anochecer, manchado su traje con grasa mientras arregla un torno y
luego releer a Lovecraft, para darse cuenta de que el tipo no contaba con todos
sus jugadores.
En un pueblo donde todos
conocían los árboles genealógicos de los demás, Antonio parecía ser un fruto
solitario, como esos yuyos que crecen espontáneamente de la nada. Sólo se sabía
que, de un día para el otro, comenzó a caminar las calles del pueblo, puso un
taller, y se instaló. Cuando se le preguntaba por sus orígenes solía responder
cosas absurdas. “Soy el hijo del cielo”, “siempre estuve aquí y siempre
estaré”, “quién sepa mi origen morirá de las maneras más terribles”.
Minoú, ya esbelta, bien
formada, toda una mujer de veinticinco años, lo conoció el día del funeral de
su padre, a la que ella sola había asistido. El ataúd se rompió mientras
desaparecía bajo tierra y hubo que llevarlo al taller de Antonio. Él, con su
típico traje, salió a recibirla. Al principió no fue amor, casi nunca sucede
así. Primero fue incomodidad, después aburrimiento, después atrevimiento, hasta
que, ella enajenada por la tristeza de la pérdida de la única persona a la que
quiso, y él por puro aprovechamiento y quizá hasta lástima, se entreveraron en
una sórdido juego de saliva, dientes, uñas, sexos húmedos y narices y pies
fríos. Cuando terminaron, Antonio ofreció cerveza, pero ella recordó a su padre
y corrió hasta el cementerio a llorar.
Al día siguiente regresó,
con la excusa de haberse olvidado unas medias y al día siguiente, y al
siguiente. Minoú no había amado jamás a ningún nombre, aunque sí conocía de
memoria las previsibles monotonías de una pareja, las perversas técnicas del
sexo, y el insatisfecho anhelo de la compañía, nunca suficiente para calmar un
dolor, un hueco. Con Antonio era diferente. Desde el primer momento en que lo
vio lo despreciaba, pero ese desprecio lo hacía atractivo. Como si su juicio
estuviera invertido, y su corazón le pidiera el calor que sólo podía brindar
una persona a la que ella considerara un asco. Él, por otra parte, no había
conocido el amor más que en unos versos derrotados de Almafuerte. Le gustaba
esa nueva manera de sentir, de buscarse y de encontrarse sin la necesidad de
las letras, o de la grasa, o de los trajes. Se amaron así por dos meses.
Minoú, que había sabido
ser una mujer dulce en su niñez, luego de la partida de su madre había
comenzado a detestarlo todo. Desde los sucios charcos de las rotas veredas
hasta los malditos sapos, que no dudaba en aplastar ni bien tenía oportunidad.
Detestaba sobre todo su trabajo. Detestaba también, sobre todo, a Antonio. Su
risa, los poemas que le regalaba, su manera de mover las manos al hablar, su
falsa investidura poética hacía que ella lo viera como una caricatura. Había
algo de misterioso, algo de hueco, de inexplicable, que incitaba a no dejarlo
nunca. A develar su misterio. Había escuchado que Antonio era el diablo, que se
paseaba de traje buscando almas perdidas en el pecado, pero esos rumores solo
la hacían reír. No dudaba en que esos rumores hubieran sido desparramados por
el pueblo por el mismo Antonio, que pese a su alto nivel de locura, podría
haberse creído el diablo, o Napoleón, o San Martín.
Semanas después de haberlo
dejado supo que estaba embarazada. Fue a buscarlo pero ya era tarde. Se había
ido. Sus vecinos dijeron que nunca habían escuchado nombrar a tal Antonio, y
que nunca había existido un taller que no fuera el de don Hernández. Minoú
abrió desesperadamente el cajón donde guardaba los poemas que le había escrito
Antonio. Sólo había listas de compras, recetas médicas, y recortes de diarios.
Sólo eso y su embarazo.
3
Cuando nació Leopoldo,
Minoú se encontraba sola en la sala de parto. Casi desmayada del dolor, vio
salir desde entre sus piernas una criatura llorona y ensangrentada. Le molestó
que una enfermera lo hubiera tenido en sus brazos antes que ella. Lo llamó
Leopoldo, el nombre del hombre con quién se fugó su mamá.
Leopoldo juega. Ríe y
juega, como ella alguna vez lo supo hacer, con ranas y charcos. Sube a los
árboles, corre a las aves en el puerto. Junta piedritas en la calle de tierra
que luego guardan en un frasquito que dice “para mamá”. Minoú es una empleada
contenta. La alegría traída por su hijo remplazo al dolor por el abandono de su
madre, y al dolor por la pérdida de su padre. Quizás, hasta también, la
incomodidad de la fuga y del olvido de Antonio. Leopoldo jamás preguntó por él,
pero lo hará. Detesta pensar en que su hijo sufra el mismo dolor que ella
sufrió al tener sólo un padre. Pero no importa. Minoú estaría dispuesta a
ahorcar a cualquier compañerito de colegio que se burlara de él, como se
burlaron de ella. “Las penas no deben ser hereditarias” recitaba siempre antes
de dormirse. En una mujer cuyo corazón estaba estrujado por pérdidas la llegada
de un hijo puede ser una salvación. Le gustaba verlo reconocerse en el agua del
río, o verlo desfilar en la época del jardín. Le enseñó a tomar mate, a montar
barriletes que llegaran alto, a ser feliz, a no llorar. Temía que volviera a
aprender a llorar, como ella lo hizo con la partida de su madre. Vivía con
miedo, no lo podía evitar. No quería perder también a Leopoldo.
En julio, en invierno, en
la helada, Leopldo comenzó a traer papeles en los bolsillos. Eran poemas,
amarillentos de viejos, y creía reconocerlos. La letra era de Antonio. Minoú
preguntaba y preguntaba, y se cansaba de preguntar, al pequeño si había
encontrado a alguien, si había hablado con alguien, si alguien le había dado
esos papeles. El respondía fríamente que no, desconcertado ante el
indisimulable nerviosismo de la madre. Cada día los papeles eran más, parecían
multiplicarse junto con las preocupaciones de Minoú. Llegó hasta ir al colegio,
pidiendo y rogando entre lágrimas que vigilaran a su hijo, que alguien lo
estaba siguiendo, que le ponía poemas y libros en los bolsillos. Por supuesto
nadie cedió ante tan ridícula petición.
Cada día los poemas se
multiplicaban, con la letra de Antonio. Y sus libros, esos malditos libros,
aparecían en los bolsillos y en la mochila del pequeño. Paul Valéry, Faulkner,
Dickens, Dostoievsky. Los mismos malditos libros. Minoú se sentía sola, y
cansada. También sentía una culpa corrosiva por haber dejado a Antonio, que se
expandía por sus venas y sus dedos, que manchaba todo lo que tocaba, los
picaportes que giraba, los sillones donde se sentaba.
El primer día de
primavera. Minoú se sentó en la vereda a esperar a su hijo, como lo hacía
siempre. Jamás volvió. Desesperada corrió a la escuela, pero las maestras simulaban
no haberla visto nunca. Ella sabía que simulaban. La habían visto, la habían
visto siempre. Ellas decían no tener registro de ningún Leopoldo. Otra vez la
habían abandonado.
Minoú Regantée se suicidó
una tarde lluviosa de primavera. Sus vecinos la recuerdan como una mujer sola,
abandonada por todos, hasta por su propia cordura.