La noche en el olvido del pueblo despliega
un color de romanticismo que tiñe las abandonadas callecitas de tierra, la
vieja pintura de casas pobres y los amplios baldíos de verdoso azul, en los que
delgados caballos amarronados pasean su hambre al trote de un ritmo que amenaza
con romper la inmovilidad del tiempo nocturno. Relinchando su queja parecen
pedirnos a nosotros, perdidos transeúntes, el gesto cómplice de liberarlos,
desalambrar su prisión y estaquearnos en el campo, contemplando con ávido
orgullo su huída, su invasión a los caminos que creímos nuestros. Desalambrar
así, quizás, nuestra propia prisión, que en noches de invierno como éstas nos
parece no tan diferente a la de ellos, pobres cuadrúpedos explotados por el
hombre. Caminó hasta llegar a la plaza
principal. El leve parpadeo de la tenue luz iluminaba las facciones de su
avejentado rostro. Mariano esperó. De pronto, en un instante que asumió la
responsabilidad de lo eterno, ella apareció. Cerró los ojos, y al momento de
abrirlos Julia exhalaba su cálido aliento de despedida en la cercanidad de su
rostro, de su cuello. Su alma deseaba irse en ese aliento con aroma a vejez, a
tiempo perdido. Unirse a él y convertirse en humo de chimenea de barrio pobre
en clima invernal. Irse para siempre, simplemente desaparecer.
La había conocido apenas un tiempo atrás,
pero él sabía que, en las raíces más profundas de nuestro ser, el tiempo no lee
calendarios. El mapa de la piel color café, con sus imperfecciones y bellezas,
ya estaba dibujado en la memoria de Mariano. Él lo sabía, y la quería por eso.
Porque no la podía no querer. Le hablaba, mientras la sostenía. Ella, que no
alcanzó a decir nada, paso su mano de dedos largos por los labios de ambos.
Cuando Mariano volvió a cerrar los ojos, ya no estaba. Su perfume, sin embargo,
podía aún sentirse, y el cálido aliento aún continuaba soplando un cuello, que
ya no pertenecía a nadie.
Esa ausencia repentina, ese descubrirse
abruptamente solo, en la humillación de la noche artificialmente iluminada, le
recordó a otra noche, a esa en la que Julia comenzaba a asomar, de a poco pero fatalmente,
sus ojos. Las imágenes parecían borrarse con cada encuentro, tanto que ya ni
siquiera podía precisar el escenario en el que ocurrió el primero. De todas
maneras, no olvidaría jamás el nerviosismo de una mirada, el calor de la
primera caricia, la música de las primeras palabras. O bien, la música de cada
sílaba de su nombre. Algo así como: Ju-lia. Ju-li-a. Jul-ia. Esa misma noche
ese nombre encarnó, junto la esperanza, una desilusión. Un novio, por supuesto.
Imperceptible la primera noche, tanto como inimaginable e irremediable,
totalmente irremediable. Ella, dispuesta de todas maneras, con clara seguridad,
esa que nace cuando creemos comprender nuestro destino, ofreció ir a su casa.
Luego todo fue saliva con sabor a distintos alcoholes, sudor refrescando la
espalda y los pechos calientes, cansados. Húmedos, hasta el final de la noche,
hasta el final del placer. ¿Quién puede negarse al amor? En eso recuerda a la
muerte. Por eso parece acercarla. Porque no se elige y nace, y crece desde
adentro, infesta la sangre, la piel, las uñas. Los días y su cotidianeidad. Lo
destruye, todo parece desvanecerse. Los objetos se alejan, la habitación se
achica, nos encierra, hasta el último suspiro. Suspiro que contiene un grito de
dolor, o de goce. El grito final. Y después, lo real, lo humano. La vida que
cae y enfría los cuerpos, las camas. Quizá esté bien, así.
Julia era reclamada. Su novio, decidía
los días en que se fluctuarían sus encuentros. Mariano, agonizaba
berreantemente durante esos días. Se preguntaba, incesantemente, si aquel
hombre incógnito besaría su risa, su ropa, su existencia tanto como él. La extrañaba, su ausencia encontraba lugar en
todas las cosas: Julia-no-en-la-comida, Julia-no-en-la-calle,
Julia-no-en-la-cama. Julia-no. El lado b del ser de Julia, con toda la positividad
de su ausencia. Presencia de su ausencia. Un completo no estar allí. Sí, seguramente
eso era extrañar. Y la extrañaba tanto que decidía ritualizar esos días.
Descomprimía el tiempo de esa manera, con pequeños hábitos que conformaban un
ritual: cortar papeles de un cuaderno tapa verde y dura y encontrarles una
forma, una figura; desarmar elementos electrónicos e intercambiar sus partes;
aplastar brutal e insensiblemente hormigas. Rojas o negras, grandes o chicas.
Apastar brutal, insensible e indiscriminadamente
hormigas. Luego, ocurrí la llegada. Julia regresaba. Casi siempre se
encontraban en la calle, sin citarse. Algo en la humedad del aire, en su
espesor, parecía advertir sus encuentros. Julia, inconfundible figura
acercándose de lejos, volvía siempre un
poco más triste. Cada vez un poco más insoportablemente
triste. Mariano, que no sabía quién era su novio, comenzaba a sentir odio por
él, y lástima por ella. Seguramente la sometía a las más humillantes
actividades. Seguramente, casi seguramente, la trataba con violencia. “Liberarla”,
surgió en su pecho. Esa palabra que sentía al ver los caballos apresados
comenzó a nacerle nuevamente. Comenzó a gestarse, a murmurase a sí misma.
“Liberarla”, y así liberarse. Convertirse en la llave de su libre existencia.
Cuando le comentó la idea a Julia,
ella reaccionó con imprevista locura. Comenzó a gritar, a insultarlo, a decirle
que no se metiera. Que nunca se metiera en su vida, en SU relación. “La
violencia imaginaría que crees que me acecha es hija de tus ansias de que yo
sea tuya. Pero no lo voy a ser nunca, yo sólo me pertenezco a él”. Esa frase,
en lugar de inmovilizar a Mariano, no hizo más que aumentar su enfurecimiento.
Decidió ir buscarlo. Decidió ir a encontrarlo.
Una noche, al comprobar que Julia
dormía, comenzó a investigar. No tardó mucho hasta dar con el nombre de su
reciente enemigo: Manuel Hagrelón. Algo en ese nombre le pareció familiar. El
sonido que producía ese nombre en su cabeza era un sonido antes escuchado, un
sonido que su mente ya conocía. Quizá lo había escuchado de la boca de Julia, o
quizá ese nombre pertenecía a las jurisdicciones de algún sueño, o de alguna
pesadilla. Lo cierto es que al leer ese nombre sintió, por al menos un
instante, al puño de la muerte apretando su corazón. Al frío del misterio y de
lo desconocido helar su sangre, hasta convertirla en una espesa nieve. Pero
era, simplemente, un nombre ya conocido.
Mariano se encontraba solo cuando lo
encontró. Julia estaba extraviada, incomunicada desde hacía varios días. Lo
encontró mientras visitaba a su padre. El cementerio brillaba de incandescencia
en la noche lunar. Dejó algún rezo en la tumba de su padre y caminó hacia la
salida. Allí estaba: una tumba fría contagio a su cuerpo una temperatura glacial,
y un blanco mármol hizo brillar sus ojos. Una tumba con una inscripción: Manuel
Hagrelón. Un nombre tallado en mármol, sólo eso. Sólo un nombre y una tumba. Y
un dolor.
Manuel Halegrón había muerto dos
décadas atrás, durante un tiroteo. Su novia, Julia, murió junto a él. Y ahora
sólo quedaba de ella su perfume, y un cálido aliento en el cuello de alguien.
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